viernes, 11 de diciembre de 2009

LA CASA CHORIZO



(ARQUITECTURA EN BUENOS AIRES)
Por Aquilino González Podestá (1)

Cómico, vulgar, popular o hasta casi diríamos… un poco peyorativo, es el adjetivo que se ha dado en aplicar a este tipo de vivienda que, a pesar de todo, ha sido en buena parte de la ciudad, sigue siendo el modelo constructivo que por décadas reinó en el ámbito urbano porteño, al punto que casi me atrevería a decir que para una gran mayoría fue nuestra casa.
Sin embargo, para ser sinceros, la verdad es que el nombre le cae al pelo. Más larga o más corta, respondía a las necesidades (o posibilidades) de su dueño, al igual que su homónimo embutido, cuyo tamaño varía según la frecuencia del lazo con que se los va atando a la salida de la picadora, aunque su contenido siempre es el mismo.

Pero, amén de estas comparaciones gastronómicas, a las que la casa se aviene, cabe destacar que uno de los motivos que la llevó a alcanzar semejante popularidad fue su adaptabilidad al nuevo habitante que, a partir del último cuarto de siglo XIX, comenzó a integrarse en la ciudad: el inmigrante.
Parecerá tal vez un tanto fuera de contexto atribuirle a él la condición de “propulsor” de este tipo de vivienda, puesto que ya desde la época virreinal existían y con uno, dos o tres patios. Sin embargo veremos que, a pesar de ello, no resulta tan errada esta afirmación.

En primer lugar, el sólo hecho de haber emigrado da a este individuo una mentalidad distinta a la del radicado. Dejar su tierra es algo que tal vez solo los que somos hijos de inmigrantes entendemos lo que es y sobre todo… por qué fue. Deseos de cambiar, dejar esa postración casi ancestral y buscar otro lugar donde alcanzar lo que, por generaciones había sido poco menos que imposible conseguir. Aquí encontró esas posibilidades, duras de alcanzar en muchos casos, pero las había. Valía la pena tener hijos, pues su porvenir habría de ser muy distintos a aquel que había dejado al otro lado del mar.

Reducido al comienzo a la pieza de un conventillo, sus ansias de progreso puso en su mente la idea de la casa propia. La ciudad crecía y esa expansión que en 1880 incorporó los partidos de San José de Flores y Belgrano a su territorio, se vio acompañada por la extensión de las líneas de tranvías que, a partir de 1897 con la incorporación del “eléctrico”, permitió la transformación de mucha tierra rural en urbana, convirtiéndose así en otro factor que fomentó la proliferación de ese tipo de vivienda. Los loteos se sucedieron sin cesar, con aquellos infaltables latiguillos de: “¡Deje de deambular de conventillo en conventillo!, “¡Sobre las vías del tramway!”, “¡Cómodas cuotas mensuales y 2.000 ladrillos de regalo!”, “Tranvías gratis al remate”…

La subdivisión de nuestra clásica manzana en un imbricado puzzle de terrenos de distintos fondos pero… con su invariable frente de diez varas, contribuyó a que se acomodaran a las posibilidades de los candidatos, pues quien podía, compraba los largos a mitad de cuadra y el que no, podía hacerlo con los más cortos vecinos a la esquina. En cuanto al frente, esos “benditos” (o malditos) 8,66 metros, que tantos dolores de cabeza dan hoy a los proyectistas, condicionaron y favorecieron el desarrollo de la casa chorizo pues, si lo vemos desde el punto de vista matemático, se la resolvía perfectamente: cuatro metros de habitación, treinta centímetros de medianera, otros tantos de pared de carga y los restantes (otros cuatro) para el patio y… ¡listo el pollo y dorada la gallina!

Esa primitiva pieza de cuatro por cuatro, mas una cocina y un retrete al fondo, era el embrión de lo que con el tiempo, y cuando las condiciones se daban, habría de ir sumando otras habitaciones, una a continuación de la otra, alargando el chorizo y mejorando el “status”, por llamarlo de algún modo. Completaban el conjunto tres elementos comunes como infaltables: jardín al frente (con el también infaltable limonero), el patio y el “fondo” (incluidos: quintita, higuera y gallinero).

Al principio casi iguales, o al menos parecidas, se le fueron agregando elementos complementarios que las irían asemejando más a las de la clase media a la que aspiraban pertenecer y poco a poco iban logrando. Tal vez lo primero haya sido el baño, ese elemento del que carecía en su tierra y que, al llegar a ésta, hubo de compartir con decenas de otras familias en el conventillo. Al fin, pudo darse el indescriptible lujo de tener “baño instalado”. Luego el “comedor” (con piano “para la nena”) saliente de la hilera de habitaciones, que dividía el patio en dos: el delantero (“fino”, con el juego de sillones de madera y las mejores macetas) y el trasero (de entrecasa). El jardín era también una “reserva” para un día hacer la “sala” al frente en lugar del comedor interior, o bien para el “negocio”, cuando el propietario terminaba dedicándose a actividad comercial. Esto dio lugar al zaguán, elemento necesario para la comunicación entre la calle y la casa, al que en muchos casos se agregó el vestíbulo, intermedio que oficiaba de barrera selectiva en visitas que no precisamente debían acceder al sector privado, pero que tampoco era lógico atenderlas en la puerta. Más tarde con la incorporación del automóvil a la vida diaria, fue necesario hacerle su lugar, apareciendo así el garage.

Iguales por dentro, era el frente el real escaparate demostrativo del valor de la casa, sirviendo a su vez de atril para la demostración de sus habilidades de aquellos anónimos artistas que fueron nuestros frentistas. Pero sobre este tema hay tanto para hablar que, de explayarnos en él, terminaríamos por redactar un pequeño tratado de Arquitectura Popular (aunque no faltará quien la llame: “Arquitectura Barata”). Y no lo decimos con intenciones de menospreciar a nadie. Es muy probable que esto de ver “arquitectura” en nuestra humilde casa, sea para muchos bastardear el término. Personalmente creo que no; pues como bien dice el refrán: “todo depende del color del cristal con que se mira”. Por ejemplo, ¿qué es más ordinario? ¿el gato negro de porcelana china del tejado de un palacete de Los Troncos en Mar del Plata, o el enanito de cemento llevando una carretilla con flores del patio de Doña Asunta en Villa Luro? ¿No podríamos decir que ambos son simpáticos? Yo creo que realmente lo son, pues representan expresiones de imaginería popular, cada uno adaptado a su respectivo nivel, como lo era el de poner el año de construcción en el revoque del arquitrabe o un candoroso “VILLA CLOTILDE” en homenaje a la “patrona”.

Todos los “estilos” que estuvieron de moda se aplicaron, o mejor dicho, se adaptaron a nuestra casa, al punto que no se hace necesaria enumeración alguna, pues las encontramos de todo tipo. Sin embargo, siempre tendrán algún detalle que, por ache o por be, denotará la época en que fue construida y, como lo hemos venido repitiendo, la capacidad económica de su dueño y en algunos casos… hasta su nacionalidad, cuando no su profesión. Más que hablar de frentes, creo que resulta más correcto aplicar su sinónimo fachada, que es más directo y real. La fachada es la cara (faz) de la casa y por ende la de los que la habitan. Y su estado de conservación, arreglo, adornos, en otras palabras, el maquillaje exterior, hablará de lo que contiene dentro de sí.

La Segunda Guerra Mundial, que tantos cambios produjo, tampoco dejó de lado a nuestra casa. Como atando aquel “chorizo” por las dos puntas la cerró sobre sí misma, inaugurando el reino del otro proyecto: dos dormitorios con baño al medio comunicado por un “paso” al comedor y cocina, en la que se podía circular sin salir al patio. Así nació la casa “moderna”, a la que se le apodó también “americana” (más esnob ¿saben?...), partido constructivo que se ha repetido por años, hasta en el diseño de los pisos de departamentos de propiedad horizontal.

Este escueto resumen nos dice cómo esta casa, nuestra humilde casa chorizo, se fue adaptando a los tiempos, necesidades y economía de aquel esperanzado habitante que vino en busca de progreso y bienestar. Y lo fue logrando con su esfuerzo y mentalidad siempre puesta en el futuro, al punto que muchos, al hacerlas, las dejaban listas para construir otra arriba, quedando previstos en el frente los balcones, molduras y hasta la puerta ciega para la futura ampliación, en lo que acabó por llamárseles “preparadas para altos” y que aún se ven por todo Buenos Aires.

Indiscutiblemente otros tiempos y una cultura distinta a la de hoy, en la que lo prioritario es el auto y los electrodomésticos. ¡Ah! Y el celular, por supuesto…-
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(1) Aquilino González Podestá, arquitecto, historiador, Ciudadano Ilustre de Buenos Aires; Presidente de la Asociación Amigos del Tranvía Histórico de Buenos Aires.
Fuente del artículo: Publicado en Revista Voces de Caballito, Año 3 Nº 7, agosto/ noviembre de 2009. -Contacto:
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